El pianista
Do, re, la, mi.
Do, re, la, mi.
El piano susurraba melodías azules y negras, bañadas con un largo vaso de whiskey dulce y solo. Solo como Hamlet, cuyos inquietos y egoístas dedos cabalgaban nocturnos una y otra vez. Do, re, la, mi. Cada una de las notas, alargadas agónicamente hasta el extremo, dejaba entrelazar sus brazos con los remolinos que formaba el denso humo de su cigarro. Un cigarro que oscilaba como un péndulo entre sus sarcásticos labios, y era espectador de excepción de un sorprendente, pero no inesperado, epitafio. Do, re, la, mi.
Hamlet respiraba con dificultad, como siempre, e intentaba, como siempre, acompasar su respiración al ritmo de la música, fusionar los latidos de su quejumbroso corazón con los gemidos de su viejo amigo el piano. Do, re, la, mi.
¿Solo? Realmente no estaba solo. Allí estaba ella. Otra vez. Ella. Recostada. Otra vez. Sobre su viejo amigo el piano. Y su sonrisa. Esa sonrisa burlona que tantos quebraderos de cabeza le había dado, pero que tanto adoraba. De verdad que nunca había visto una sonrisa tan brillante y atractiva como esa. Esa sonrisa. Y esa mirada sólo pupila, pupila negra como el azabache, negra como la noche, porque sólo miraba de noche. Do, re, la ,mi. Esa mirada. Otra vez. La mirada de la señorita Soledad.
Subió el tono del nocturno, que se había estancado en un ritmo vacilante, y lo atacó con pasión febril, nublado por el hogareño alcohol, y el eterno humo de su eterno cigarro. Do, re, la, mi. La partitura lo contemplaba fascinada descansando sobre el atril. Siempre la misma. ¿Solo? Realmente no estaba solo. Siempre la misma partitura. Chopin. Un libreto abierto por la página treinta y tres. Abierto por la misma página desde hace ocho años. Hacía ocho años que ya no la necesitaba, y la abandonó. Allí mismo. Delante de él. Hamlet la miraba de reojo, y pensó que esa era su verdadera especialidad. El abandono. El abandono…
Do, re, la, mi. Una luz tenue que escupe una delgada e insulsa lámpara de pie. Un escenario vacío, oscuro, negro, sin vida, sin pasiones. Butacas desordenadas, mesas sin recoger, con vasos sucios y semi vacíos, y ceniceros llenos, con algunos cigarrillos aún humeantes. Un ambiente cargado, cargado todavía de lejanas risas femeninas, secretos susurrados al oído, y versos dieciochescos que se acuestan con las notas de un piano. El viejo amigo de Hamlet.
¡¡¡Ssshhhuuutt!!!
Un disparo. Seco. Brutal. Sólo uno. Un disparo. Do, re, la, mi. Mi, mi, mi, mi. La cabeza melancólica de un pianista cayó con estrépito, sin ritmo, sin ni siquiera un compás, sobre el desgastado teclado. Mi, mi, mi, mi. Una luz tenue, un escenario vacío, y una cuidada mano femenina acariciando con sensualidad el gatillo de un revólver que sonríe orgulloso, al haber descargado la furia de su pólvora. La pólvora que ya se mezclaba insultante con la sangre de un pianista. Mi, mi, mi, mi.
Mi, mi, mi, mi. El ambiente ya no está cargado, ha sido asesinado por un disparo. Seco. Brutal. Ya sólo se escucha un acorde, un acorde mantenido y estridente. Mi, mi, mi, mi. El histérico final del sorprendente pero no inesperado epitafio que el alma perdida de Hamlet firmó con sangre, la suya.
Se oye el estruendo de un revólver lanzado al pegajoso suelo con desesperada rabia, y los rápidos y orgullosos pasos de unos elegantes zapatos de tacón se confunden con el lúgubre y respetuoso eco de un acorde estridente. Mi, mi, mi, mi. Los viejos y descoloridos cuadros impresionistas colgados en las oscuras paredes sólo recordarán perplejos dos fogonazos de aquella noche. Uno, el del disparo. Seco, Brutal. ¡¡¡Ssshhuuutt!!! Otro, el de unas pestañas larguísimas y rencorosas. Las pestañas de ella. Ella. La esperaba. La esperaba…, desde hacía muchas noches emborrachadas de sexo y locura.
Adiós a su encantadora respiración entrecortada, piensa la abandonada partitura, que vive en el número treinta y tres del libreto de Chopin, mientras llora amargamente su tinta, y se emborrona.
Adiós. Adiós al amante más fiel y adulador que jamás he tenido, piensa la refinada señorita Soledad, mientras deja suavemente el inerte cuerpo de un pianista sangrante sobre el pegajoso suelo. Y lo mira. Adiós. Y lo vuelve a mirar. Quiere recordarle. Aunque piensa que también a ella la ha abandonado al final. Adiós. Sin embargo, se levanta su estrecha falda, y guarda en su prieto muslo la deshilachada pajarita de Hamlet sujeta por una extraña liga roja. Adiós.
Y cuando el silencio se asoma con timidez desde el escenario, con ansia por abarcarlo todo, algo suena. Do, re, la, mi. Do, re, la, mi. Desconcertado, mira a su alrededor. Un cuerpo inerte. Butacas desordenadas. Cuadros impresionistas perplejos. Un revólver avergonzado. Do, re, la, mi. El silencio se asusta, y se esconde tras el telón. Desde allí, lo ve todo, y comprende. Observa absorto el piano, y comprende. Siente hasta la médula a aquellas teclas desgastadas tocando, y comprende…
Comprende que Hamlet no ha abandonado todo. Comprende que Hamlet ha muerto ya hace tiempo, antes incluso de que le dispararan. Porque el pianista ya era el piano. Y el piano era el pianista… Do, re, la, mi…
Do, re, la, mi…