Bee Gees – Concurso Radio M80 (ganador)

Jueves… y no estaba ella…
Viernes… y tampoco estaba ella…
Sábado por la noche…
El Sr. Patillas era consciente de que era su última oportunidad. Sus colegas Sr. Tupé, Sr. Satén y Sr. Campanorros se lo dejaron bien claro.
Si la Srta. Brillantina no aparecía antes de la media noche, no volverían en mucho tiempo a ese garito de música disco. Las miradas furtivas entre las luces de colores se perderían definitivamente en las sombras.
Mientras encendía su enésimo cigarro, el Sr. Patillas visualizaba hasta el último rincón de la pista de la baile a través del humo y de las risas de sus colegas. Sr. Satén volvía a sostener dos copas con sus omoplatos. Un grande.
Y lo que es la vida. Sonaron los primeros acordes. Saturday Night Fever. Los falsetes de los hermanos Gibb tronaron desde todos los altavoces en cada rincón del garito.
Fue cuestión de pocos segundos, pero parecieron muchos. El Sr. Patillas pensó en sus vinilos de los Bee Gees de los sesenta. Adoraba I started a joke. Y no pudo pensar en nada más.
No pudo pensar en nada más que en una mirada que le atravesaba desde el centro de la pista.
Esa mirada que reconoció al instante. Esa mirada que buscó el jueves, y el viernes. Tenía que ser el sábado…
Allí estaba la Srta. Brillantina disfrazada de la sweet city woman de la canción. Fantástica.
…»I got fire in my mind»…
Dos codazos a los colegas para abandonar el grupo.
…»I got higher in my walkin´»…
Paso firme. El camino lo marcaba ella, y la luz de su mirada.
…»And I’m glowin’ in the dark»…
El Sr. Patillas simuló trastabillarse hasta situarse delante de ella con la mejor de las sonrisas que pudo encontrar en su repertorio.
…»I give you warnin´»…
Y la Srta. Brillantina le ofreció otra sonrisa. No sabría decir si la mejor, pero le daba igual. Ya nada fue lo mismo.

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Paul McCartney – PAUL IS LIVE – Concurso Radio M80

“Dear friend”,

“Hi hi hi”!

“Do you want to know a secret?”

 

“Once uPon a long ago”,

“this never hAppened before”

“´till there was yoU”.

“Every Little thing”

“back in the sunshIne again”.

“Eight dayS a week”

“we alL stand together”.

“GettIng better”

“here, there and eVerywhere”,

“hEre today”.

 

“Again and again and again”,

“I´ve got a feeling”….

“You gave me the answer”:

“Magical Mystery Tour”!!!!

Van Morrison – Concurso Radio M80

Dear Sir Van Morrison:

With your IRISH HEARTBEAT, you were BORN TO SING: NO PLAN B.

TELL ME SOMETHING: do you PAY THE DEVIL to let YOU WIN AGAIN? You´re always BACK ON TOP!

On DAYS LIKE THIS, please KEEP ME SINGING the HYMNS TO THE SILENCE.

HOW LONG HAS THIS BEEN GOING ON? I´m talking about a MOONDANCE troughout the ASTRAL WEEKS. A BEAUTIFUL VISION. A SENSE OF WONDER.

I know you´re not the COMMON ONE, and you´ll not be TOO LONG IN EXILE. Definitely, your music is an ENLIGHTENMENT, a MAGIC TIME after the AVALON SUNSET.

I´ve got all your records, and I have enjoyed all your performances in Madrid (and even once in London).

In our first dates, my wife and me always listened your albums. Thanks a lot for your music.

I would be very grateful if you could play any of your songs!

Best regards

Beatles Sgt. Pepper´s – Concurso Radio M80 (ganador)

Sucedió hace 50 años… Un día en la vida de cuatro magos fundidos con el ritmo de millones de corazones.

Cuatro magos que se desprendieron de sus trajes y sus corbatas, y se enfundaron mostachos y uniformes multicolores.

El circo de Mr. Kite estaba engalanado con una mezcla fantástica de luces y sonidos. Con una pequeña ayuda de amigos como Lovely Rita, no había lugar para solitarios.

Lucy decoraba la carpa con sus diamantes, y todo mejoraba y mejoraba!

Todos estaban allí. Wilde escribía sin parar, Marilyn se contoneaba…

Y entonces fue cuando el Sgt. Pepper levantó su batuta!

¿Un vals a medianoche?

¿Un vals a medianoche?

 

“¿Un vals a medianoche?”

La marquesa grita. Pero es demasiado tarde para gritar. Demasiado tarde para seguir viviendo. Y con la mala fortuna de mantener la consciencia antes de ser estrangulada. Mientras Venezia calla. Mientras Venezia duerme.

“¿Un vals a medianoche?”

La misma pregunta impresa en una nota que agarra con firmeza la mano del cadáver. El séptimo. Siete cadáveres en siete días. Los siete días que llevan celebrándose los Carnavales de la ciudad. El inspector Duval de nuevo está a cargo de la investigación, que se ha convertido en un procedimiento rutinario. A su llegada al cuartel, escribe con su pluma aburrido las mismas líneas que aparecen en los otros seis informes que ha presentado cada día a su comandante en la Guardia del Ducado:

“Encontrado cadáver de mujer aristocrática en una góndola. Presenta síntomas de estrangulamiento, junto con una marca pequeña y ensangrentada en la frente con forma de una moneda de plata en circulación. Un fuerte olor a perfume impregna todo su vestido. El gondolero informa que un caballero encapotado y con el rostro cubierto por un antifaz solicitó su servicio a la altura del Puente de los Suspiros, poco más allá de la medianoche. El caballero en cuestión llevaba en brazos a la víctima, y argumentó que estaba dormida. Una vez la depositó en su góndola, se precipitó escaleras arriba, y desapareció en la oscuridad del puente, haciendo caso omiso de sus gritos.”

Duval después de una semana tan ajetreada, intenta ordenar sus ideas en su despacho del Palacio de la Guardia. Bebe con parsimonia un sorbo del eterno burdeos que descansa sobre su mesa, y lía un cigarro con el fuerte tabaco que le recomendó un compañero. Está muy cansado. Y harto. Nada más descender de su carruaje, le comunicaron que el comandante le esperaba con impaciencia. No había resultados. Y siete damas de la aristocracia asesinadas en siete días era intolerable. Venezia lloraba esas muertes. El Carnaval también. Alguien o algo les estaba asesinando. Alguien o algo que bailaba un vals a medianoche.

Nadie lo comprendía. Las fiestas en los grandes palacios no podían gozar de más protección. Prácticamente había tantos soldados como asistentes. La entrada no podía ser más restringida. Y todos debían mostrar su rostro, despojándose de sus antifaces en las portales de los palacios. Nadie lo comprendía.

El colorido había ido dejando paso al luto. El rojo, el azul y el amarillo, al negro. Las rosas y las guirnaldas, a los crisantemos. La música se había desprendido de notas alegres, y tendía a las melancólicas sin querer, a pesar del empeño de los músicos en sobreponerse a la situación. Y los valses… El vals estaba terminantemente prohibido. Y a medianoche… A medianoche muchos invitados se habían retirado a sus aposentos, o a sus hogares.

Última noche de carnaval. La octava. Duval con sus ayudantes frente al Palacio del archiduque, vestidos de gala para la ocasión. Con antifaces, y dispuestos a mezclarse entre los asistentes. No podían fallar. Esta vez no. Su puesto estaba en juego. El inspector, antes de entrar, les arenga, y les da las últimas instrucciones.

Comienza el espectáculo. A pesar de las desgracias, Venezia se deja ver allí en todo su esplendor. El color y las sonrisas desafían a la  muerte. Por orden directa del archiduque, los músicos no cesarán de llenar de valses su palacio, aunque les pese. Poco a poco, los invitados empiezan a abarrotar los diversos salones, y la champagne rebosa en las copas, y en los ánimos. La ciudad de nuevo ha salido a flote. Si han vencido al mar, por qué no van a vencer a un simple asesino, es el comentario más escuchado en los distinguidos círculos.

El Gran Salón ofrece humildemente sus innumerables espejos y sus enormes lámparas de araña a San Marcos, y múltiples parejas lo inundan en vertiginosos remolinos al ritmo del temido vals. Duval y sus ayudantes forman parte del multitudinario remolino… Justo en el momento en que baila junto a la pareja de los archiduqueses, el inspector se detiene con el rostro rígido, se acerca con una reverencia, y les comunica que debe proteger personalmente a la archiduquesa. Su vida corre grave peligro, y el tiempo apremia. Hay que actuar deprisa, y con discreción.

Después de entregar al archiduque un sobre con una dirección secreta en la que ocultar a su mujer, el inspector sube con ésta a un carruaje con gente de confianza, y se alejan al galope del peligro. La dama respira nerviosamente, aunque confía en la sangre fría que refleja el rostro de Duval, ya sin antifaz.

Se detienen a la altura del Puente de los Suspiros. Están cerca. El inspector ordena a los suyos que rastreen la zona. No más fallos. La medianoche está al caer.

Mientras, en el Gran Palacio, se oye un grito desgarrado. El archiduque contemplando horrorizado la nota de Duval. No es una dirección lo que está escrito en ella. Es un nombre. De mujer. De una mujer con acento francés a la que amó. De una mujer a la que mandó matar, por el pequeño incidente de haber dado a luz. De una mujer cuyo apellido, que nunca le importó, era Duval. Y el sobre no sólo contiene una nota… También una moneda… de plata… Y una frase por desgracia demasiado popular… “¿Un vals a medianoche?” El archiduque cae de rodillas sobre el inmaculado suelo de mármol. Y recuerda esa moneda. Y recuerda que arrojó riendo una igual, junto al cadáver de aquella bellísima mujer apellidada Duval…

Venezia calla. Venezia duerme. Una silueta encapotada rema fuerte sobre una góndola, hacia un velero que espera para dirigirse a Nápoles. El perfume de su madre impregna un nuevo cadáver, el octavo, que yace en un pequeño muelle. El perfume de su madre arropa el sobre que la mano inerte del archiduque ha dejado caer sobre el inmaculado mármol de su Gran Palacio. Mientras Venezia calla. Mientras Venezia duerme… Mientras Venezia llora una gran venganza..

 

Un as en la manga

Un as en la manga

 

¿Otro as?

El mismo pensamiento salta como un resorte en las cabezas ya despeinadas de sus compañeros de mesa. Le odian. Lo siente. Es un sentimiento tan fuerte que le abofetea, a pesar del humo asfixiante que ahoga la habitación, a pesar de la marea de alcohol que golpea con constantes oleadas su cabeza, a pesar del exceso de silencio que parecen desprender cada una de las cartas lanzadas en la última jugada.

¿Otro as?

Nunca me acostumbraré. Casi veinte años a su servicio. Casi veinte años llevando a rajatabla todas sus extrañas normas. Cada mañana le preparo, tal y como me señaló desde nuestro primer encuentro, unas hierbas que él mismo cultiva en su invernadero, y concierto con los círculos de juego más afamados de la ciudad la partida nocturna, que es todo un ritual. Por lo demás, máxima discreción, mucha y generosa paga, y las mínimas palabras a intercambiar. La limpieza y el orden de su mansión parecen no importarle mucho. Esto es algo que no me sorprende, porque no tiene ni amigos, ni familiares. Ni siquiera conocidos. Por lo menos, que yo conozca.

Nunca me acostumbraré. Casi veinte años a su servicio. Es ciego. Ciego… Y casi veinte años regresando en el coche de caballos cada noche, con otra victoria en el bolsillo. Sí, sobre todo en el bolsillo, porque sé que las apuestas son muy altas. Y nunca le he visto perder. Pienso en muchas ocasiones que debe ser el mejor jugador de póker que nunca haya visto el mundo. Lo pienso cuando limpio con sumo cuidado su baraja de cartas sin marcar. Una baraja que sus rivales revisan una y otra vez, sin ningún resultado. Una baraja especial, muy especial. Intacta y nueva como el primer día que la vi. Y con un palo de calaveras negras, en lugar del de corazones. Y con comodines que no presentan bufones, sino bestias inmundas. Yo pienso… No pienso nada. Ya saben, máxima discreción.

Nunca me acostumbraré. Casi veinte años a sus servicio. Debe ser mayor. Por lo menos tan mayor como yo… Y casi veinte años contemplando impresionado su rostro sin una sola arruga. El tiempo no pasa para él. La misma palidez del primer día. El  mismo plante estirado y orgulloso del primer día.

No sé cómo he llegado a esto. En casi veinte horas. Del todo a la nada. En casi veinte horas, he pasado de ser un fiel, discreto y bien pagado mayordomo, a estar sentado frente a él en una mesa circular. Con caballeros distinguidos a los lados. Y con su baraja. Esa maldita baraja impecable con el palo de calaveras negras. Sobre el tapete. Y entre mis manos de vez en cuando. Pero ahora ya no la limpio con sumo cuidado. Dios, no sé cómo he llegado a esto. Ahora, miro sus cartas entre mis manos frías, y las lanzo al centro de la mesa con ansiedad.

¿Otro as?

No sé cómo he llegado a esto. En casi veinte horas. Hace casi veinte horas, mientras preparaba su desayuno compuesto como siempre por esas malolientes hierbas, podía mirar de frente sus negras gafas de sol, sin sentir un estremecimiento por la espalda. Ahora, mientras las observo a través del espeso humo que nace de las gargantas nerviosas de sus rivales y de mí mismo, noto el sudor frío cubriendo mi cuerpo, y me maldigo.

No sé cómo he llegado a esto. En casi veinte horas. Tras veinte horas, su siempre rígido rostro se me presenta con una frialdad recién salida del infierno. Tengo miedo. Porque lo único en lo que no ha cambiado… Gana. Siempre gana. Todas las partidas. Como siempre ha hecho. Con un repóker de ases. Coronado por el familiar as de calaveras negras, y el comodín de la bestia inmunda.

Estoy muerto de miedo. Desde hace casi veinte minutos. Desde hace casi veinte minutos, soy el único que no ha abandonado la mesa. Aparte de él, claro. Claro, siempre gana. Todas las partidas. Como siempre lo ha hecho. El silencio es aún más irrespirable que el humo que llena el salón. Le odio. Lo siento. Dentro. Muy dentro. Nunca me acostumbraré.

Estoy muerto de miedo. Desde hace casi veinte minutos. Desde hace casi veinte minutos, he perdido mis últimos francos. Y mis últimas pertenencias. Y mi último puesto de trabajo. El de mayordomo. Del hombre que tengo al otro lado de la mesa. Justo frente a mí. Con sus oscuras gafas de sol, y su rígido y frío rostro.

Quiero morir. Ya. Veinte segundos. Veinte putos siglos. Veinte segundos desde la última apuesta. Desde que mi dolor de cabeza se hizo insoportable. Desde que mis helados dedos apenas podían sostener las cinco cartas de esa baraja tan especial. Desde que vi su sonrisa por primera vez. Desde que se quitó sus oscuras gafas por primera vez en mi presencia. Desde que vi que no tenía ojos, sino dos grandes agujeros negros, con una luz rojo intenso en su interior.

¿Otro as? Otro as. El de las calaveras negras. Y con él se va mi alma. Que deja de ser mía, para precipitarse al centro de la mesa, y luego hacia sus agujeros negros.

Quiero morir. Ya. Tengo frío. Mucho frío. La oscuridad me rodea. La oscuridad me rodea. La oscuridad me rodea.

Nunca me acostumbraré. No sé cómo he llegado a esto. Estoy muerto de miedo…

Travesía

Travesía

Érase una mañana como otra cualquiera, quizás un poco más gris de lo normal, quizás mi despertar fuera más agitado de lo normal, quizás… Quizás ni siquiera desperté, sino que seguí soñando. Quizás desde entonces no he cesado de soñar.

Aquella mañana soñé que el sol aún no había atravesado mi ventana, entrometiéndose como siempre curioso en mi habitación. Con la oscuridad omnipresente, soñé que mis sábanas estaban empapadas en sangre, sangre de un color rojo intenso. Y pensé que estaba sangrando, y me asusté, y me miré de arriba a abajo, y seguí asustado, y volví a mirar la sangre, y… Y mis cansados ojos decidieron por fin mirar hacia dentro, y abandonar la oscura habitación.

Dentro. Dentro estaba la herida. Entonces decidí viajar allí. Adentro.

Sin pensarlo más, me aprovisioné con un sombrero de copa, mi sonrisa irónica, un bastón, y una pincelada de melancolía, y rasgué mi pupila, sintiendo una fuerte oleada en el rostro de lágrimas contenidas. Las ardientes lágrimas me zarandeaban, pero ya estaba dentro. Dentro. Otra vez.

Me ahogaron varias veces recuerdos azules y ásperos, recuerdos del ayer y del mañana, recuerdos de mis cansados ojos y de mis cortados labios, recuerdos y recuerdos que me sumergieron al fondo del mar de lágrimas. Soñé que me dejaba arrastrar con una fiebre tan alta que me rendía, y que abrazaba con fuerza la rugosa mano de una dama muerte. ¿Muerte? Sí, yo creo que morí. Una vez más.

En un torbellino de mis castaños iris, algo me empujó inconsciente prácticamente a la superficie, hasta que aspiré una bocanada de una brisa mezcla de perfume parisino, y humo de mi cigarro. Fue entonces cuando me di cuenta que había abrazado a mi nombre. Mi nombre. Mi nombre labrado en madera de ciprés.

Bien sujeto a mi nombre, vagué sin rumbo bajo una indiferente tempestad histérica durante segundos que se hicieron horas, y horas que se hicieron siglos, siglos fríos y caóticos.  Y soñé que avistaba tierra, una playa, tierra, arena blanca, tierra, el lugar donde van a descansar las olas de lágrimas, orilla, el lugar donde reposan las almas, orilla, el descanso de mi alma, orilla…

Salpicándome aún algunas lágrimas la espalda, avancé pensativo sobre la arena, y escondí el rostro tras un dorado antifaz veneciano. Todavía me pregunto por qué he creído siempre que el alma de uno debe ser visitada a hurtadillas, sin llamar la atención, como para descubrirnos sin darnos cuenta. Y ya estaba allí. Dentro.

De repente, me eché al hombro mi pincelada de melancolía, y me armé de valor, golpeando tres veces en la magnífica puerta color cielo que se alzaba ante mí con aires de grandeza. Y grave, pero lentamente se abrió, y los sueños agolpados tras ella me derrumbaron, junto con mi sombrero de copa, mi sonrisa irónica, y mi bastón. ¿Mi nombre? Mi nombre se perdió entre sueño y sueño. ¿Mi pincelada de melancolía? Mi pincelada de melancolía la borraron los sueños.

Un sueño, y me zambullí hacia la puerta, otro sueño, y buceé con nubes que atrapaban mis tobillos, otro sueño, y me abrumó el fuerte olor a pasión de la sangre de mis sábanas, otro sueño, y por fin soñé. Y soñé…

Dentro. Dentro estaba la luna de mi alma, una luna llena brillante y oscura, un alma manchada de cicatrices. Dentro. Dentro soñé mis frías cicatrices azules del ayer y del mañana, y me mareé con su aroma aterciopelado. Dentro. Dentro lloví lágrimas de mi mar.

La herida. La herida. La herida. Faltaba una cicatriz. La herida. Falta una cicatriz con la huella perfumada de tu sonrisa. La herida. Un sueño. La herida. La sangre de mis sábanas manchando mi pecho bohemio. La herida. Dentro. Otro sueño. Las lágrimas. La herida. Mi sombrero de copa, ése que tan bien conoces. Mi playa. Dentro. Sangre. Una mañana. La herida, la herida bañada en lágrimas. La luna. Otro sueño. Tu luna. Dentro. Dentro de la mía…

Una carta del pasado

                                               Una carta del pasado

Oí mi nombre, y me di la vuelta. Falsa alarma. La soledad, y el viento turbio del bulevar que susurra entre la hilera de lánguidos sauces, me han vuelto a jugar una mala pasada. Yo sí que susurro tu nombre, pero estoy seguro de que no lo oyes. Tu nombre. Arrastro los pies sobre las tristes hojas que bañan mi camino, igual que tu nombre se arrastra dentro de mi alma vacía, únicamente dejando como recuerdo de su paso un eco que me sabe a pasado. ¿Pasado? El pasado es algo que se va sin despedirse, para no volver, pero tu nombre ayer golpeó mi puerta, hoy se cruzará conmigo en cualquier esquina, y mañana me enviará sus condolencias por carta.

Un caballo. Blanco, que me reconoce. Mi caballo. Le ajusto las bridas, mientras acaricio con orgullo su suave lomo. Vivo entre cartas. Cada mañana, cada nuevo amanecer, mi cartera rebosa de ilusiones y esperanzas que se esconden entre las letras que bañan las cartas que he de repartir. Ilusiones, me quedan pocas. Esperanzas, no tengo. Las perdí. Bueno, se perdieron. Se perdieron entre letras de tinta invisible, entre papeles en dramático blanco, entre tus cartas. Las que nunca recibiré. Las que nunca escribiste. Tu nombre. Los cascos de  mi caballo casi no golpean la hierba del prado que atravieso en dirección a la ciudad, sino que parecen volar con las alas de mi pasado. ¿Pasado? El pasado es algo que se va sin despedirse.

Tu nombre. El frío viento que azota mi inexpresivo rostro me lo repite al oído una y otra vez. En un largo y familiar susurro. Una y otra vez. Tu nombre. Me ajusto el sombrero de tres picos, sujetando con una mano las riendas de mi caballo. Blanco, que me reconoce. La ciudad. Se acerca. Me llama. Espera con ilusión mis cartas. Yo ya no espero. Esperé durante mucho tiempo. El amanecer a mis espaldas como cada mañana ofrece un nuevo sol que invita al optimismo de un nuevo día, y al funeral de una noche pasada compartida con velas y viejos amigos. Yo ya no espero. Primera entrega. Una anciana de ojos azules y sonrisa tranquila, muy tranquila, a las puertas de una grisácea posada en la que nunca he visto el letrero de completo.

Otra carta. Y otra. Otra dirección. Y otra. Un remite. Y otro… Otro día sin ninguna carta con mi dirección y tu remite…

Mi caballo resopla, mareado después de recorrer demasiadas calles, demasiadas esquinas, demasiados rostros anónimos que se cruzan, cansado después de escuchar sobre su blanco lomo demasiados lamentos, o demasiados eternos silencios. Tu casa. Tu casa. Tu nombre. Esa ventana del segundo piso cargada de flores en su alféizar, que parece tener todavía tu sonrisa asomada. Esa blanca valla sobre la que aún me parece estar esperándote, fumando nerviosamente de mi fiel pipa. Ese cielo que todavía parece ser de ese azul que tanto hemos adorado y compartido… Pero ya no espero que te asomes a esa ventana, ni que salgas a mi encuentro. Ya no espero volver el cielo de color azul. Simplemente, ya no espero. En un suspiro, dejo la correspondencia de tu familia en ese buzón de madera que se siente desnudo sin los poemas que te escribía, y salgo al galope calle abajo.

Oigo mi nombre, y me doy la vuelta. Falsa alarma. La soledad, y el viento turbio del bulevar que susurra entre la hilera de lánguidos sauces, me han vuelto a jugar una mala pasada. Yo sí que susurro tu nombre, pero estoy seguro de que no lo oyes. Tu nombre. Ese nombre que sólo susurro, porque temo oírlo con nitidez y recordarte demasiado. Ese nombre que se toma conmigo la última copa todas las noches, y que me saluda cada mañana desde los tristes ojos de mi caballo blanco. Ese nombre que escupe mi pluma una y otra vez sin misericordia, llenando papeles destinados a historias y poemas que nunca puedo llegar a escribir…

Un gran árbol que me mira, y me comprende. Una sabia y gruesa corteza con una cicatriz de epitafio. La cicatriz que encierra y acuna mi historia. Me descubro, y cuelgo mi sombrero sobre la silla de montar. Mi caballo agacha respetuosamente la cabeza, mientras mi mano acaricia la cicatriz. Un nombre, un corazón, y un borrón informe. Un nombre, el mío. Un corazón, desengañado y rendido. Un borrón, baúl de recuerdos que son nombres de mujeres olvidados al amanecer. Nombres olvidados que son lápida del tuyo. El primero que marqué con mi navaja. Y el último que marqué a la luz del sol.

El viento. La velocidad endiablada de mi caballo. El  viento. Golpeándome el rostro. Lágrimas. Hacía tanto que no lloraba… El viento. Tu nombre. Dejo caer la cartera. La velocidad endiablada de mi caballo. Las cartas que se pierden por detrás, unas cartas que nadie recibirá. Ya no espero. El viento. Que me roba mi viejo sombrero de tres picos. Lágrimas. Tu nombre. El acantilado. Lejos. Ahora cerca. El cielo. De nuevo azul. Tu nombre. El viento. El acantilado que me ofrece un abismo de sueños encontrados y un mar de olas de esperanzas sin nombre, anónimas, por fin. Ahora mucho más cerca. Los violentos latidos del corazón de mi caballo. El viento…

El aire… El vacío… La nada… O el todo… Yo ya no espero… Porque te he escuchado por fin…gritando mi nombre…

La última apuesta

 La última apuesta

 

Bienvenido.

Así rezaba en letras de un amarillo ocre el descuidado felpudo sobre el que un hombre anónimo esperaba el momento en que aquella maldita vieja puerta se abriera de una vez. No estaba de humor. Tampoco es que se sintiera extraño, porque no sabía cuál era su estado de humor habitual. No lo sabía porque no lo recordaba. Y no es que se le hubiera olvidado su humor solamente. Ojalá. Había olvidado todo. Todo. Instintivamente, al recordar ese olvido que le hacía enfermar, al recordar ese olvido que irónicamente era de lo poco que podía recordar, pasó lentamente sus dedos sobre su rostro. Un rostro condenado, condenado a ser anónimo para quien lo mira con espanto al otro lado del espejo, condenado a ser un extraño para quien lo va a lavar y afeitar cada mañana.

“¿Quién llama?” La raspada voz femenina que surgió como de la nada, tras la vieja puerta, le hizo volver de su ensimismamiento. No estaba de humor. Había olvidado todo. Todo. Mientras seguía con pasos arrastrados e indiferencia a una desagradable y recelosa hostelera, y arrojaba una maleta que suponía era suya, sólo suponía, sobre una cama un tanto destartalada, decidió darse un nombre. ¿Auguste? ¿Henri? No. ¿Nicolas? ¿Louis? Tampoco. De momento, monsieur Nuit, pensó. Pero sólo de momento.

“Son cien francos al día sin retrasos, joven”. Y volvió a sus únicos recuerdos, y los abrazó con obsesión. Y se vio a sí mismo con un gesto de despedida, desconcertado, ayer, sin recuerdos, vacío, eternamente vacío, en el andén de una estación llamada Orsay, tal y como le dijo un mozo que cargaba sacas de correo por allí. “Nada de visitas”. Y recordó un largo tren desaparecer en el horizonte, dejando únicamente una estela de humo en el nublado cielo, y vacío, su mirada perdida, y más vacío. Monsieur Nuit dejó el sombrero y el bastón sobre una mesa coja y excesivamente pequeña. “El desayuno se sirve a las ocho. Adiós”.

Con la frente, ardiendo de fiebre quizás, apoyada sobre la única ventana de esa triste habitación, miró inconsciente hacia abajo. Abajo la vida continuaba. Pero ya no se sentía parte de ella. Y contemplando los ruidosos carros de caballos, y el ir y venir de gente apresurada y solitaria, de repente  sintió vértigo. Vértigo. Mucho vértigo. Y pensó entre mareos que se encontraba ante un brutal acantilado, al filo del cruel abismo del vacío. Caos. Un hombre con un nombre recién estrenado. Nubes que se confundían al otro lado de la ventana. Tempestad angustiosa. Caos. Abajo. Sin vida.

Sin vida. Abajo. Caos. Tempestad angustiosa. Una silueta oscura con una mirada dorada y profunda, sin vida, que le perforaba la mente. La calle ya no era caos, ya no era una calle del viejo París, era un empedrado gris, un par de farolas, y una silueta oscura que la llenaba, y que parecía conocerle muy bien.

Como un animal agonizante, con sólo un recuerdo que proteger, uno sólo, aquella funesta silueta, abandonó aquel portal maloliente, precipitándose por una escalera angosta hacia el abismo de la vacía calle. Porque conocía aquella mirada dorada y profunda, podía jurar que la conocía, la conocía… Y mientras dejaba atrás aquel descuidado felpudo con su burlón Bienvenido, vio a la silueta desaparecer tras una esquina como flotando, sin un caminar ¿humano?. Flotaba, sí, flotaba. Pero tras de sí abandonaba algo, sus huellas, huellas de pasos de sangre. Huellas ensangrentadas. Monsieur Nuit pensó que no había que temer, pues sólo era un hombre con un nombre recién estrenado, y sin recuerdos, y pensó que realmente era un animal agonizante, y rastreó esas huellas rojas, y las siguió con ansia… Y…

… Y le guiaron hasta uno de los pocos lugares que reconocía… La siempre abarrotada estación de Orsay, ahora desesperantemente solitaria, se presentaba de nuevo ante él con unos andenes sólo iluminados por una cuantas velas perfumadas de incienso. Vértigo. Mucho vértigo. Las tétricas huellas desaparecían ante una taquilla destartalada, y una ventana cerrada a cal y canto.

¡Blam! La persiana de la ventana se disparó hacia arriba, a la vez que un fogonazo de luz deslumbró al hombre del olvido, al hombre con un nombre recién estrenado, un fogonazo de luz que escupían los ojos dorados y profundos… de un sonriente esqueleto.

Monsieur Nuit tambaleándose. El sonriente esqueleto señalando un estropeado y torcido panel cubierto de polvo que indica los destinos. Respiración ahogada, lenta, pesada. El incienso de las velas. Un destino. Uno sólo. Sin regreso. Que se desangra. Vértigo. Mucho vértigo. Un destino. Monsieur Nuit forzando la vista. I, inf, infie… Infierno.

Arrojado contra el sucio suelo, se apretó las sienes con ambas manos, porque sabía que iban a reventar, podía jurar que iban a reventar, porque ya sabía, porque ya recordaba. Recordaba a quién despedía el día anterior en aquel mismo lugar. Su alma. Su alma se fue con aquel tren, se fue entre aquella estela de humo. Su puta alma. La única que tenía. La que apostó con el diablo. La que perdió con un diablo que, después de muchos años, por fin se encarnó en mujer…

La maleta

La maleta

 

La maleta. Tres camisas. Dos pantalones. Un peine. Un cepillo de dientes.

El viejo motor del chevrolet negro produce un extraño ruido silbante cuando Mercurio pisa con determinación el acelerador. Km. 1. Mercurio deja escapar una media sonrisa bastante familiar, mientras observa de reojo en el retrovisor la carretera que se queda atrás. Como todo. Todo se queda atrás. O al menos se engaña muy bien a sí mismo. Km. 33. La ventanilla abierta. La radio que escupe un programa con interferencias, al que no presta atención. Y piensa. Y sube el volumen de la radio con interferencias.

Y recuerda. Y baja aún más la ventanilla, para que el sonido del viento que se va, se lleve consigo sus recuerdos. Km. 100. Pero piensa. Mercurio acelera, intenta perderse en el ruido ensordecedor. Y deja la música, el viento y el rugido del chevrolet atrás. Atrás. Pero piensa. Y vuelve a recordar, cuando algo le dice que no está solo. En el asiento del copiloto se han acomodado sus recuerdos, que le contemplan divertidos, moviendo con agilidad un cigarro entre sus manos.

La maleta. Tres camisas. Dos pantalones. Un peine. Un cepillo de dientes.

El destartalado armario chilla impertinente desde los goznes de su puerta. Mercurio se dice a sí mismo que la habitación que acaba de alquilar en la calle… ¿cómo se llama la maldita calle? ¡ah, sí!..en la calle Luces y sombras, necesita una reforma. Calle Luces y sombras. No debe ser una calle demasiado conocida. Mejor. En lo desconocido se encuentra siempre a gusto. Las páginas amarillentas del libro que fuma pasan lentamente con un ritmo pausado delante de sus cansados ojos. Y piensa. Y recuerda. Y ya le resulta indiferente si Werther se arrodilla o no frente a Carlota. Plantado frente al espejo, se observa. El mar encrespado que escapa de su demacrado rostro le envuelve. Entonces agarra con fuerza el timón. El perdido timón que gobierna su velero. Un velero cuya tripulación consta sólo de un capitán, y un callado marinero. El capitán, sus recuerdos. El callado marinero, el alma de Mercurio.

La maleta. Tres camisas. Dos pantalones. Un peine. Un cepillo de dientes. Sin deshacer.

Encima de la vacía cama alquilada en la calle Luces y sombras. Otra calle. Otra calle cuyo nombre no le importa lo más mínimo, y hacia la que dirige sus indiferentes pasos. Parado junto a una tienda de instrumentos de música antiguos, su zippo enciende su cigarro, y sus pensamientos. Y recuerda. Tras el sucio escaparate, le contemplan un oxidado trombón y un desafinado piano, que le hacen mirar atrás. Atrás. Qué difícil es no mirar atrás cuando las cadenas del pasado pesan tanto que hacen sombra al presente, y arañan la arena en el lugar que será fosa del futuro…

Otro hielo, por favor. La rubia camarera enfría con otro hielo el cuarto ron de la noche, pero le regala la séptima sonrisa eterna. Y de propina, el séptimo brillo en unos ojos negros muy especiales, que son en su opinión todavía más especiales por unas pestañas que le recuerdan a alguien. A alguien del asiento de atrás de su chevrolet negro. Atrás. Delante. El rostro de la camarera rubia. Al otro lado de la barra. Cerca. Sus mojados labios. Muy cerca. Cálidos.

La maleta. Tres camisas. Dos pantalones. Un peine. Un cepillo de dientes. En otra cama.

En otra habitación. Mercurio tumbado sobre unas sábanas frías. Mirando al techo. Con un fuerte sabor a ron en la boca. Ya no piensa. Ya no recuerda. Qué fácil es no mirar atrás cuando sientes la febril boca de la rubia camarera abrasándote la mejilla. Unas sábanas que ya no están frías. Unas miradas que se cruzan, y que se ríen porque ya no están solas. Mercurio calla. Porque no sabe su nombre. Y no le importa nada. Porque ya no piensa. Y porque sus recuerdos le están esperando aburridos al otro lado de la puerta, de mal humor y hablando solos, como los locos.

Otra mañana sin ganas de levantarse. Qué difícil es levantarse cuando uno comienza a pensar. Cuando comienza un nuevo día echado a perder desde el amanecer. Cuando sin ruido y con cuidado se retira un suave brazo femenino del pecho y, sin lavarse, se abre la puerta de una habitación gris que no es la tuya, de una calle gris que no es la tuya, de una ciudad gris que tampoco es la tuya… Cuando tardas en acostumbrarte al maldito sol cuando sales de un portal que no reconoces, y se burlan de ti tus recuerdos, recostados sobre el capó de tu chevrolet negro.

La maleta. Tres camisas. Dos pantalones. Un peine. Un cepillo de dientes. En el maletero.

El viejo motor del chevrolet negro produce un extraño ruido silbante cuando Mercurio pisa con determinación el acelerador. Km. 1. Mercurio deja escapar una media sonrisa bastante familiar, mientras observa de reojo en el retrovisor la carretera que se queda atrás. Como todo. Todo se queda atrás. O al menos se engaña muy bien a sí mismo. Km. 33…

La maleta. Tres camisas. Dos pantalones. Un peine. Un cepillo de dientes. Una resaca. Un perfume de mujer en las manos.