¿Un vals a medianoche?

¿Un vals a medianoche?

 

“¿Un vals a medianoche?”

La marquesa grita. Pero es demasiado tarde para gritar. Demasiado tarde para seguir viviendo. Y con la mala fortuna de mantener la consciencia antes de ser estrangulada. Mientras Venezia calla. Mientras Venezia duerme.

“¿Un vals a medianoche?”

La misma pregunta impresa en una nota que agarra con firmeza la mano del cadáver. El séptimo. Siete cadáveres en siete días. Los siete días que llevan celebrándose los Carnavales de la ciudad. El inspector Duval de nuevo está a cargo de la investigación, que se ha convertido en un procedimiento rutinario. A su llegada al cuartel, escribe con su pluma aburrido las mismas líneas que aparecen en los otros seis informes que ha presentado cada día a su comandante en la Guardia del Ducado:

“Encontrado cadáver de mujer aristocrática en una góndola. Presenta síntomas de estrangulamiento, junto con una marca pequeña y ensangrentada en la frente con forma de una moneda de plata en circulación. Un fuerte olor a perfume impregna todo su vestido. El gondolero informa que un caballero encapotado y con el rostro cubierto por un antifaz solicitó su servicio a la altura del Puente de los Suspiros, poco más allá de la medianoche. El caballero en cuestión llevaba en brazos a la víctima, y argumentó que estaba dormida. Una vez la depositó en su góndola, se precipitó escaleras arriba, y desapareció en la oscuridad del puente, haciendo caso omiso de sus gritos.”

Duval después de una semana tan ajetreada, intenta ordenar sus ideas en su despacho del Palacio de la Guardia. Bebe con parsimonia un sorbo del eterno burdeos que descansa sobre su mesa, y lía un cigarro con el fuerte tabaco que le recomendó un compañero. Está muy cansado. Y harto. Nada más descender de su carruaje, le comunicaron que el comandante le esperaba con impaciencia. No había resultados. Y siete damas de la aristocracia asesinadas en siete días era intolerable. Venezia lloraba esas muertes. El Carnaval también. Alguien o algo les estaba asesinando. Alguien o algo que bailaba un vals a medianoche.

Nadie lo comprendía. Las fiestas en los grandes palacios no podían gozar de más protección. Prácticamente había tantos soldados como asistentes. La entrada no podía ser más restringida. Y todos debían mostrar su rostro, despojándose de sus antifaces en las portales de los palacios. Nadie lo comprendía.

El colorido había ido dejando paso al luto. El rojo, el azul y el amarillo, al negro. Las rosas y las guirnaldas, a los crisantemos. La música se había desprendido de notas alegres, y tendía a las melancólicas sin querer, a pesar del empeño de los músicos en sobreponerse a la situación. Y los valses… El vals estaba terminantemente prohibido. Y a medianoche… A medianoche muchos invitados se habían retirado a sus aposentos, o a sus hogares.

Última noche de carnaval. La octava. Duval con sus ayudantes frente al Palacio del archiduque, vestidos de gala para la ocasión. Con antifaces, y dispuestos a mezclarse entre los asistentes. No podían fallar. Esta vez no. Su puesto estaba en juego. El inspector, antes de entrar, les arenga, y les da las últimas instrucciones.

Comienza el espectáculo. A pesar de las desgracias, Venezia se deja ver allí en todo su esplendor. El color y las sonrisas desafían a la  muerte. Por orden directa del archiduque, los músicos no cesarán de llenar de valses su palacio, aunque les pese. Poco a poco, los invitados empiezan a abarrotar los diversos salones, y la champagne rebosa en las copas, y en los ánimos. La ciudad de nuevo ha salido a flote. Si han vencido al mar, por qué no van a vencer a un simple asesino, es el comentario más escuchado en los distinguidos círculos.

El Gran Salón ofrece humildemente sus innumerables espejos y sus enormes lámparas de araña a San Marcos, y múltiples parejas lo inundan en vertiginosos remolinos al ritmo del temido vals. Duval y sus ayudantes forman parte del multitudinario remolino… Justo en el momento en que baila junto a la pareja de los archiduqueses, el inspector se detiene con el rostro rígido, se acerca con una reverencia, y les comunica que debe proteger personalmente a la archiduquesa. Su vida corre grave peligro, y el tiempo apremia. Hay que actuar deprisa, y con discreción.

Después de entregar al archiduque un sobre con una dirección secreta en la que ocultar a su mujer, el inspector sube con ésta a un carruaje con gente de confianza, y se alejan al galope del peligro. La dama respira nerviosamente, aunque confía en la sangre fría que refleja el rostro de Duval, ya sin antifaz.

Se detienen a la altura del Puente de los Suspiros. Están cerca. El inspector ordena a los suyos que rastreen la zona. No más fallos. La medianoche está al caer.

Mientras, en el Gran Palacio, se oye un grito desgarrado. El archiduque contemplando horrorizado la nota de Duval. No es una dirección lo que está escrito en ella. Es un nombre. De mujer. De una mujer con acento francés a la que amó. De una mujer a la que mandó matar, por el pequeño incidente de haber dado a luz. De una mujer cuyo apellido, que nunca le importó, era Duval. Y el sobre no sólo contiene una nota… También una moneda… de plata… Y una frase por desgracia demasiado popular… “¿Un vals a medianoche?” El archiduque cae de rodillas sobre el inmaculado suelo de mármol. Y recuerda esa moneda. Y recuerda que arrojó riendo una igual, junto al cadáver de aquella bellísima mujer apellidada Duval…

Venezia calla. Venezia duerme. Una silueta encapotada rema fuerte sobre una góndola, hacia un velero que espera para dirigirse a Nápoles. El perfume de su madre impregna un nuevo cadáver, el octavo, que yace en un pequeño muelle. El perfume de su madre arropa el sobre que la mano inerte del archiduque ha dejado caer sobre el inmaculado mármol de su Gran Palacio. Mientras Venezia calla. Mientras Venezia duerme… Mientras Venezia llora una gran venganza..

 

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