Una carta del pasado
Oí mi nombre, y me di la vuelta. Falsa alarma. La soledad, y el viento turbio del bulevar que susurra entre la hilera de lánguidos sauces, me han vuelto a jugar una mala pasada. Yo sí que susurro tu nombre, pero estoy seguro de que no lo oyes. Tu nombre. Arrastro los pies sobre las tristes hojas que bañan mi camino, igual que tu nombre se arrastra dentro de mi alma vacía, únicamente dejando como recuerdo de su paso un eco que me sabe a pasado. ¿Pasado? El pasado es algo que se va sin despedirse, para no volver, pero tu nombre ayer golpeó mi puerta, hoy se cruzará conmigo en cualquier esquina, y mañana me enviará sus condolencias por carta.
Un caballo. Blanco, que me reconoce. Mi caballo. Le ajusto las bridas, mientras acaricio con orgullo su suave lomo. Vivo entre cartas. Cada mañana, cada nuevo amanecer, mi cartera rebosa de ilusiones y esperanzas que se esconden entre las letras que bañan las cartas que he de repartir. Ilusiones, me quedan pocas. Esperanzas, no tengo. Las perdí. Bueno, se perdieron. Se perdieron entre letras de tinta invisible, entre papeles en dramático blanco, entre tus cartas. Las que nunca recibiré. Las que nunca escribiste. Tu nombre. Los cascos de mi caballo casi no golpean la hierba del prado que atravieso en dirección a la ciudad, sino que parecen volar con las alas de mi pasado. ¿Pasado? El pasado es algo que se va sin despedirse.
Tu nombre. El frío viento que azota mi inexpresivo rostro me lo repite al oído una y otra vez. En un largo y familiar susurro. Una y otra vez. Tu nombre. Me ajusto el sombrero de tres picos, sujetando con una mano las riendas de mi caballo. Blanco, que me reconoce. La ciudad. Se acerca. Me llama. Espera con ilusión mis cartas. Yo ya no espero. Esperé durante mucho tiempo. El amanecer a mis espaldas como cada mañana ofrece un nuevo sol que invita al optimismo de un nuevo día, y al funeral de una noche pasada compartida con velas y viejos amigos. Yo ya no espero. Primera entrega. Una anciana de ojos azules y sonrisa tranquila, muy tranquila, a las puertas de una grisácea posada en la que nunca he visto el letrero de completo.
Otra carta. Y otra. Otra dirección. Y otra. Un remite. Y otro… Otro día sin ninguna carta con mi dirección y tu remite…
Mi caballo resopla, mareado después de recorrer demasiadas calles, demasiadas esquinas, demasiados rostros anónimos que se cruzan, cansado después de escuchar sobre su blanco lomo demasiados lamentos, o demasiados eternos silencios. Tu casa. Tu casa. Tu nombre. Esa ventana del segundo piso cargada de flores en su alféizar, que parece tener todavía tu sonrisa asomada. Esa blanca valla sobre la que aún me parece estar esperándote, fumando nerviosamente de mi fiel pipa. Ese cielo que todavía parece ser de ese azul que tanto hemos adorado y compartido… Pero ya no espero que te asomes a esa ventana, ni que salgas a mi encuentro. Ya no espero volver el cielo de color azul. Simplemente, ya no espero. En un suspiro, dejo la correspondencia de tu familia en ese buzón de madera que se siente desnudo sin los poemas que te escribía, y salgo al galope calle abajo.
Oigo mi nombre, y me doy la vuelta. Falsa alarma. La soledad, y el viento turbio del bulevar que susurra entre la hilera de lánguidos sauces, me han vuelto a jugar una mala pasada. Yo sí que susurro tu nombre, pero estoy seguro de que no lo oyes. Tu nombre. Ese nombre que sólo susurro, porque temo oírlo con nitidez y recordarte demasiado. Ese nombre que se toma conmigo la última copa todas las noches, y que me saluda cada mañana desde los tristes ojos de mi caballo blanco. Ese nombre que escupe mi pluma una y otra vez sin misericordia, llenando papeles destinados a historias y poemas que nunca puedo llegar a escribir…
Un gran árbol que me mira, y me comprende. Una sabia y gruesa corteza con una cicatriz de epitafio. La cicatriz que encierra y acuna mi historia. Me descubro, y cuelgo mi sombrero sobre la silla de montar. Mi caballo agacha respetuosamente la cabeza, mientras mi mano acaricia la cicatriz. Un nombre, un corazón, y un borrón informe. Un nombre, el mío. Un corazón, desengañado y rendido. Un borrón, baúl de recuerdos que son nombres de mujeres olvidados al amanecer. Nombres olvidados que son lápida del tuyo. El primero que marqué con mi navaja. Y el último que marqué a la luz del sol.
El viento. La velocidad endiablada de mi caballo. El viento. Golpeándome el rostro. Lágrimas. Hacía tanto que no lloraba… El viento. Tu nombre. Dejo caer la cartera. La velocidad endiablada de mi caballo. Las cartas que se pierden por detrás, unas cartas que nadie recibirá. Ya no espero. El viento. Que me roba mi viejo sombrero de tres picos. Lágrimas. Tu nombre. El acantilado. Lejos. Ahora cerca. El cielo. De nuevo azul. Tu nombre. El viento. El acantilado que me ofrece un abismo de sueños encontrados y un mar de olas de esperanzas sin nombre, anónimas, por fin. Ahora mucho más cerca. Los violentos latidos del corazón de mi caballo. El viento…
El aire… El vacío… La nada… O el todo… Yo ya no espero… Porque te he escuchado por fin…gritando mi nombre…