La maleta

La maleta

 

La maleta. Tres camisas. Dos pantalones. Un peine. Un cepillo de dientes.

El viejo motor del chevrolet negro produce un extraño ruido silbante cuando Mercurio pisa con determinación el acelerador. Km. 1. Mercurio deja escapar una media sonrisa bastante familiar, mientras observa de reojo en el retrovisor la carretera que se queda atrás. Como todo. Todo se queda atrás. O al menos se engaña muy bien a sí mismo. Km. 33. La ventanilla abierta. La radio que escupe un programa con interferencias, al que no presta atención. Y piensa. Y sube el volumen de la radio con interferencias.

Y recuerda. Y baja aún más la ventanilla, para que el sonido del viento que se va, se lleve consigo sus recuerdos. Km. 100. Pero piensa. Mercurio acelera, intenta perderse en el ruido ensordecedor. Y deja la música, el viento y el rugido del chevrolet atrás. Atrás. Pero piensa. Y vuelve a recordar, cuando algo le dice que no está solo. En el asiento del copiloto se han acomodado sus recuerdos, que le contemplan divertidos, moviendo con agilidad un cigarro entre sus manos.

La maleta. Tres camisas. Dos pantalones. Un peine. Un cepillo de dientes.

El destartalado armario chilla impertinente desde los goznes de su puerta. Mercurio se dice a sí mismo que la habitación que acaba de alquilar en la calle… ¿cómo se llama la maldita calle? ¡ah, sí!..en la calle Luces y sombras, necesita una reforma. Calle Luces y sombras. No debe ser una calle demasiado conocida. Mejor. En lo desconocido se encuentra siempre a gusto. Las páginas amarillentas del libro que fuma pasan lentamente con un ritmo pausado delante de sus cansados ojos. Y piensa. Y recuerda. Y ya le resulta indiferente si Werther se arrodilla o no frente a Carlota. Plantado frente al espejo, se observa. El mar encrespado que escapa de su demacrado rostro le envuelve. Entonces agarra con fuerza el timón. El perdido timón que gobierna su velero. Un velero cuya tripulación consta sólo de un capitán, y un callado marinero. El capitán, sus recuerdos. El callado marinero, el alma de Mercurio.

La maleta. Tres camisas. Dos pantalones. Un peine. Un cepillo de dientes. Sin deshacer.

Encima de la vacía cama alquilada en la calle Luces y sombras. Otra calle. Otra calle cuyo nombre no le importa lo más mínimo, y hacia la que dirige sus indiferentes pasos. Parado junto a una tienda de instrumentos de música antiguos, su zippo enciende su cigarro, y sus pensamientos. Y recuerda. Tras el sucio escaparate, le contemplan un oxidado trombón y un desafinado piano, que le hacen mirar atrás. Atrás. Qué difícil es no mirar atrás cuando las cadenas del pasado pesan tanto que hacen sombra al presente, y arañan la arena en el lugar que será fosa del futuro…

Otro hielo, por favor. La rubia camarera enfría con otro hielo el cuarto ron de la noche, pero le regala la séptima sonrisa eterna. Y de propina, el séptimo brillo en unos ojos negros muy especiales, que son en su opinión todavía más especiales por unas pestañas que le recuerdan a alguien. A alguien del asiento de atrás de su chevrolet negro. Atrás. Delante. El rostro de la camarera rubia. Al otro lado de la barra. Cerca. Sus mojados labios. Muy cerca. Cálidos.

La maleta. Tres camisas. Dos pantalones. Un peine. Un cepillo de dientes. En otra cama.

En otra habitación. Mercurio tumbado sobre unas sábanas frías. Mirando al techo. Con un fuerte sabor a ron en la boca. Ya no piensa. Ya no recuerda. Qué fácil es no mirar atrás cuando sientes la febril boca de la rubia camarera abrasándote la mejilla. Unas sábanas que ya no están frías. Unas miradas que se cruzan, y que se ríen porque ya no están solas. Mercurio calla. Porque no sabe su nombre. Y no le importa nada. Porque ya no piensa. Y porque sus recuerdos le están esperando aburridos al otro lado de la puerta, de mal humor y hablando solos, como los locos.

Otra mañana sin ganas de levantarse. Qué difícil es levantarse cuando uno comienza a pensar. Cuando comienza un nuevo día echado a perder desde el amanecer. Cuando sin ruido y con cuidado se retira un suave brazo femenino del pecho y, sin lavarse, se abre la puerta de una habitación gris que no es la tuya, de una calle gris que no es la tuya, de una ciudad gris que tampoco es la tuya… Cuando tardas en acostumbrarte al maldito sol cuando sales de un portal que no reconoces, y se burlan de ti tus recuerdos, recostados sobre el capó de tu chevrolet negro.

La maleta. Tres camisas. Dos pantalones. Un peine. Un cepillo de dientes. En el maletero.

El viejo motor del chevrolet negro produce un extraño ruido silbante cuando Mercurio pisa con determinación el acelerador. Km. 1. Mercurio deja escapar una media sonrisa bastante familiar, mientras observa de reojo en el retrovisor la carretera que se queda atrás. Como todo. Todo se queda atrás. O al menos se engaña muy bien a sí mismo. Km. 33…

La maleta. Tres camisas. Dos pantalones. Un peine. Un cepillo de dientes. Una resaca. Un perfume de mujer en las manos.

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